Fachada de la galería. Abril 2016.
1. 2016, 60 x 100 x 120 cm, óleo sobre hierro.
2. 2016, 215 x 260 cm, telas, bastidores, hierro y moqueta.
3. 2016, 63 x 125 x 20 cm, DM, madera, tela y plástico.
4. 2016, 35 x 78 cm, madera, hierro y acrílico.
5. 2016, 35 x 78 cm, tela, bastidor, cerámica, moqueta y óleo.
6. 2016, 200 x 200 cm, madera, DM, moqueta, tela y cerámica.
7. 2016, 115 x 100 x 125 cm, goma, cerámica, madera y cristal.
8. 2016, 9 x 110 cm, madera y acrílico.
9. 2016, 150 x 270 cm, bastidor, tela, cinta de tela adhesiva, DM, papel y hierro.
10. 2016, 300 x 254 x 103 cm, pintura, papel, DM, tela y cinta adhesiva.
Vista de exposición.
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Información
Era cuestión de tiempo que el trabajo de Miren Doiz diese este paso. Se trataba de situarse a medio camino entre la intervención y el objeto, un cambio que no siempre se produce de un modo natural, pero que en su caso supone una transformación cuando menos peleada. Ahora que las intervenciones cuelgan de las paredes, que pintar ha dejado de ser predicado para convertirse en sujeto; logrado eso si por medio de elementos preexistentes tomados de lugares donde la pintura parecía no tener lugar, da la impresión de que todo esto ya estaba ahí, de que no existe un antes y un después. Acostumbrada a trabajar de manera específica, no sorprende que ahora el estudio se le quede pequeño, porque ahora hay estudio y eso ha sido el detonante de este paso al frente. Las paredes van sosteniendo cada una de estas composiciones, intentando relacionarse unas con otras, pero negociando una tregua entre ellas que sugiera de algún modo el espacio de la galería. Por eso la maqueta. Por eso las dudas y quizás por eso el dejar de pintar como antes lo hacía.
Cuando se aborda la pintura como Miren Doiz lo hizo hace ya más de una década, como un ejercicio ilimitado que por supuesto nada tenía de bidimensional, es normal que el paso del tiempo la devuelva a un lugar no experimentado. No es común ir aplanando la composición, concretándola desde de lo espacialmente abstracto y delimitar su alcance. Lo común hubiese sido ir dejando la puerta abierta para permitir que leves fugas se convirtiesen a la larga en situaciones que envuelven literalmente al espectador. Sin embargo Miren Doiz no se lo pensó a la hora de pintar una vivienda unifamiliar, un autobús o un edificio entero en el centro de Pamplona. Probablemente el haberse formado en una idea ya academizada de la pintura expandida, permita entender que lo verdaderamente revolucionario ahora quizás no sea el hecho de alejarla del soporte, sino el ir devolviéndola poco a poco a un lugar perfectamente delimitado. En este caso, lo difícil está no solo en la concreción sino en cómo convertirse de pronto en objeto sin perder el descaro. De ahí que lo eventual haya tenido que firmar un armisticio con lo perdurable para sacar adelante una serie de trabajos que remitan de algún modo a lo improvisado, pero que valoren la posibilidad de quedarse.
Me resisto a pensar que no subyace lo político en cada uno de sus objetos encontrados, en las telas de saldo y en cada fragmento de los carteles que se desprenden de los muros de la ciudad, en la drástica decisión de aparcar casi por completo los pinceles y echar mano de lo ya pintado. Paralizar el gesto y dejar que el trabajo se enfríe en forma de corta y pega. No obstante, el resultado no dista mucho del logrado con las experiencias anteriores. De algún modo pervive una fuerte atracción por lo residual, por la necesidad de trasladar a la exposición esa idea del vagar de la que, según Jacques Villeglè, nace la vida del artista. El traspaso del muro se encontraba ya en la trasera del bus de Juan (2008) o en el trampantojo de las paredes de Tabacalera (2014). La búsqueda de la invisibilidad, de la sensación de mínima intervención que sin embargo, requiere en la práctica un esfuerzo máximo por devolver un espacio a su apariencia original, reaparece en sus no-paintings. Es un autoengaño. Creer que pasa de puntillas pero en realidad se ha zambullido hasta borrar la frontera entre lo realizado y lo encontrado. Miren Doiz planea grabarse mientras limpia los pinceles como cada día, aplicando el color sobrante sobre la cerámica del lavabo, descubriendo cómo el chorro de agua lo diluye y lo envía al sumidero. En definitiva, se trata de plantearse el dejar de pintar y no ser capaz de abandonar el modo en que se piensa como pintora.
Ángel Calvo Ulloa, 2016