
Vista de la exposición.

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Información
Manolo Laguillo 1986–2023
por Manoli Mansilla
El color gris es una mezcla de blanco y negro que no se decanta por ninguno de los dos extremos sino que sintoniza con ellos. El gris responde a la luz desde muy hondo; despliega las fuerzas que hay en el agua, en las nubes, en la piedra. Despierta en el primer brillo de la aurora, se dilata en el arco iris, en la perla, en el ópalo.
Goethe llamaba al gris no color por su potencia fantasmagórica, periférica. Después de todo, la etimología del término nos conduce al oscuro vocablo flamenco grijsen que, al menos desde principios del siglo XVII, se vinculaba al efecto que lo produce: las lágrimas derramadas en el llanto por los difuntos. Hasta tal punto es significativo que la técnica de la grisalla era conocida como pintura de colores muertos debido al efecto destructivo del color y al contenido inerte de la piedra a imitar. Así también parece haberlo considerado el propio Delacroix, al menos durante algún tiempo, según reza un apunte de su Journal de 1852 cuando se propone: «Penser que l´ennemi de toute peinture est le gris”.
El gris también es un color que representa lo neutral, lo no especial, vinculado a lo indeciso y, sobre todo, a la cotidianidad. A veces va unido a sustantivos, como en el caso del pan gris, agua gris, zona gris, el cabello plateado por la edad, las tierras sin ley, los días nublados y cientos de otras circunstancias no halagüe.as de futuro… Así, según el informe del médico de cámara del príncipe de Weimar Carl Vogel, fue gris ceniza, el color del semblante de Goethe durante la crisis de ansiedad dos días antes de su muerte, acaecida el 22 de marzo de 1832.
Hay algo apresado en el gris que intenta salir y que despierta en quien lo observa una sensación o sentimiento de pasado y futuro a la vez. No en vano es el color dominante de las imágenes que componen la exposición Manolo Laguillo 1986-2023. Laguillo fue el pionero en introducir el sistema de zonas en el ámbito de la fotografía española en los años setenta, esto es, el primer método que enseñó a exponer correctamente una imagen para que la fotografía se asemeje lo más posible a la realidad, y al mismo tiempo muestre la intención de quien la hizo. El sistema de zonas fue inicialmente concebido para exponer los negativos de blanco y negro. Su utilidad era la de tener una herramienta que ayudara a concretar qué partes de la escena acabarían siendo negras, blancas, grises claros, grises oscuros, etc.
Probablemente uno de los méritos más auténticos de este autor sea que nunca pierde de vista la mirada. Por una parte, Manolo Laguillo logra el grado máximo de realismo y verdad en sus fotografías mostrando aquello que se oculta tras la falsa apariencia de lo visible, lo que constituye su condición de posibilidad: lo común. De aquí se desprende que la tarea del fotógrafo sea la de restablecer, para reinstaurar colectivamente, eso que falta. Por otra parte, la presencia del gris repercute en lo cotidiano hasta convertirlo en el color que mejor representa esta época de transición.
La aproximación a los colores normalmente ignora que tiene una historia. El diseño moderno y sus secuelas postmodernas se reconocen por el hecho de que colores y significados divergen ampliamente.
Nadie discute que la idea de esperanza se codifica en verde, que el rojo es el color de la declaración amorosa o que el skyline de las grandes ciudades se perfila siempre en gris. Justamente, una de las formas más fascinantes de apreciar la ciudad de Madrid es a través de su skyline o panorama urbano, el cual se define tanto por la altura de sus rascacielos como por las panorámicas que se contemplan desde los límites de la ciudad, gracias a la topografía del terreno. Las series Las afueras (1992), Santiago Bernabéu (2014) y Vicente Calderón (2015) dan buena cuenta de ello.
El gris primario del liberalismo penetra en todas las imágenes mostrando cómo en un mundo crecientemente complejo todos los vectores de cambio han escapado de nuestras manos. Los conjuntos arquitectónicos fotografiados dependen de lo que anticipan —en el caso de Las afueras, las Torres KIO a medio construir—, o lo que prometen como vestigios –los ya desaparecidos estadios de fútbol Santiago Bernabéu y Vicente Calderón–. La grisura reina, de manera casi imperceptible, como la lívida coloración de nuestras ciudades. De hecho, en Madrid capital, desde hace algunos años se ha convertido en el color corporativo de los elementos urbanos: bancos, contenedores de basura, jardineras, semáforos, etc. Según el arquitecto Carlos Baztán, desde el departamento de Espacio Público, Obras e Infraestructuras del Ayuntamiento de Madrid, se decidió hacer uso del color, de manera expresa y consciente, como factor de ordenamiento y unificación del espacio público. Se trata de una elección con sustrato histórico. Baztán se inclina por la tesis de la influencia que en la memoria de usos y costumbres de la capital de España pudiesen haber tenido las modas y tendencias de la Corte de Felipe IV a lo largo del siglo XVII, en la que predominaba el empleo de las tonalidades blancas, negras y grises, frente a la Corte francesa de la misma época, donde el colorido y la abundancia de dorados se imponían. En nuestros tiempos democráticos, los colores continúan siendo tonificantes de la acción política.
Y es que los colores van mucho más allá de lo que podemos llegar a imaginarnos. Susceptible de ser dividido y degradado, escalonado a mil niveles, nuestro monótono color ya no horroriza a sus observadores como antaño. Sin embargo, para Marie Jalovicz, una judía berlinesa de 19 años, era el color de la muerte, o así se lo debió parecer el 22 de junio de 1942 cuando vio decenas de uniformes grises feldgrau en la fábrica de Siemens donde era trabajadora forzosa. (El Feldgrau o gris de campaña fue el color gris básico oficial del uniforme militar de las fuerzas armadas alemanas, especialmente para la Segunda Guerra Mundial). Marie sabía por ese entonces, como tantas otras víctimas, que el destino de los trenes era el exterminio. Huyó de la fábrica, se arrancó la estrella amarilla, asumió una identidad falsa y desapareció en la ciudad, sobreviviendo como pudo en la Alemania del Tercer Reich hasta que finalizó la guerra. El hijo de Marie Jalovicz, el historiador Hermann Simon, unos meses antes de la muerte de ésta a los 77 años, logró que le contara su historia. El resultado fueron diversas cintas de casete que relatan las increíbles memorias de su madre, cuya transcripción condensó en la obra Clandestina. Manolo Laguillo, en 2013, conoció a Hermann Simon, y junto a él recorrió Berlín diez años más tarde fotografiando algunas fachadas —muchos edificios han desaparecido, otros se han reformado— de distintos hogares en los que vivió como una alemana más, ocultando su origen judío, con papeles falsos, hasta 1945.
Si bien las guerras se consideran tiempos de oscuridad, los tiempos de paz que devienen tras ellas arrastran residuos de luz grisácea. El búnker de Braunschweig es buen ejemplo de ello. Fue construido en 1942 y tenía capacidad para albergar a 1.500 personas. Se cuenta que en 1944 le cayó una bomba que rebotó y explotó justo al lado. La construcción, llena de civiles refugiados, tembló pero no sufrió ningún año. La fotografía de la presente exposición fue tomada por Manolo Laguillo en 1987. La Guerra Fría aún no había concluido y cada sábado sonaba la sirena del búnker, el cual no había cambiado de uso, para comprobar su correcto funcionamiento y recordar a la población y a los Steingrau (gris piedra en alemán), esto es, el Ejército Popular Nacional de Alemania Oriental, el alcance de las alargadas sombras grises de las fronteras.
En esa misma época (1986), Laguillo toma la foto del Görlitzer Park, uno de los espacios verdes más conocidos de Berlín. Está erigido sobre los cimientos de la antigua Görlitzer Bahnhof, la Estación de Ferrocarril de Görlitz construida en 1866 que volvió a funcionar a pesar de los graves daños sufridos por los bombardeos durante la guerra hasta 1961. La crisis cada vez más profunda de las relaciones políticas entre el Este y el Oeste selló el destino de la estación, haciendo insostenible su posición occidental como enclave para las líneas orientales: se convirtió en una zona gris. En ocasiones la guerra crea paisajes inesperados, no ya —o no solo— provocados por la destrucción, sino por sutiles y provisionales transformaciones sociopolíticas.
A través de relatos de vencedores, vencidos o simples testigos, la historia de las ruinas traza un mapa del mundo de ciudades colapsadas. Es la única manera de que el gris de las cenizas se abra paso sobre los escombros de nuestra memoria. «Tal vez se busca en los imperios del pasado la justificación para crear los presentes», escribió en sus cartas el arqueólogo alemán Alexander Conze quien en 1878, por orden de Bismarck, compró al Imperio Otomano los restos del Altar de Pérgamo por 20.000 marcos y los envió a Berlín. Conze reconoció los fragmentos hallados en la obra del escritor romano Lucio Ampelio Liber Memoralis —una referencia a un altar de los gigantes— lo cual permitió una identificación más precisa. Manolo Laguillo, a la manera de Conze, acompaña las fotografías del Altar de Pérgamo (2011) y Baalbek (2017) con textos descriptivos de Peter Weiss y Robert Wood. Para el fotógrafo, la realidad, el texto y la fotografía cobran su sentido verídico en tanto se completan entre sí.
El gris también tiene la notable capacidad de adaptarse y reflejar el entorno y el contexto circundantes. Con respecto a su existencia natural, encuentra su refugio en zonas donde el verde y lo terroso, que saltan a la vista en latitudes medias, pierden su preponderancia. Se establece en regiones kársticas, sobre costas rocosas donde es difícil que se asiente aquello que florece, reina en los límites de vegetación de las montañas, allí donde ya no toleran los colores las plantas, —El Curueño (2017)—, pero también aparece allí donde el mundo no permite la vida —Vandellós 1 (2019)— o donde la existencia, impregnada de paisajes y ambientes grises, deviene desértica. Manolo Laguillo, en 2017, retrata el pueblo de Utrero (León) oculto tras el ramaje. La localidad fue expropiada y se cortaron las vías de comunicación como consecuencia de la construcción del embalse del Porma en 1968, aunque jamás llegaron a inundarlo las aguas. Mil años de historia perecieron de un plumazo. No es baladí que Juan Benet ambientara su primera novela, Volverás a Región, en un territorio ficticio de la provincia de León, mientras trabajaba como ingeniero, entre 1956 y 1965, en el embalse del Porma. Benet creó un universo trágico y misterioso, y lo pobló de personajes que no pueden escapar a su destino, geográficamente encarnado. El gris desafía nuestra tendencia a buscar absolutos: quien busca información sobre la tonalidad de las sombras entra en el dominio inacabable de los matices.
Decía Cézanne que la naturaleza no está en la superficie, sino en la profundidad. Que los colores son la expresión de esa profundidad en la superficie. Surgen de las raíces del mundo. Las dos únicas series a color de la exposición de Manolo Laguillo —el pseudopanorama Las Minas de la Unión (1992) y Kennecott Copper Mine, Utah (1989)— muestran esa profundidad de la que hablaba el pintor francés en su vertiente más visible e inorgánica: el mineral, la piedra. Sin embargo, el idilio de policromía engaña; como muestran los experimentos, de la suma de colores individuales no surge una tonalidad luminosa, sino más bien una especie de gris parduzco. Bajo estas dos enormes minas a cielo abierto de intenso colorido se hayan unos rastros difíciles de imaginar: las huellas grises. Estas huellas cuantifican el impacto de la contaminación del agua como resultado de los procesos humanos y, a pesar de su nombre ceniciento, su marca es terriblemente colorida. De ahí que las Minas de la Unión, a simple vista, conformen una especie de paisaje telúrico y que en sus inmensas terreras rojizas no crezca la vegetación desde el siglo pasado. Cuando llueve, cuando hace viento, los residuos de metales pesados siguen depositándose sobre la localidad de Portmán. Donde antes había mar, desde hace 33 años no hay más que un ecosistema roto, desolado y a la espera de ser regenerado. De ahí también que la Kennecott Cooper Mine de Utah —una de las excavaciones mineras más grandes del mundo, hasta el punto de que es visible desde un transbordador espacial— cuente con una columna de agua subterránea contaminada de unos 190 kilómetros cuadrados que libera millones de toneladas de productos químicos tóxicos anualmente, incluidos arsénico, plomo, mercurio y otras sustancias nocivas. La huella gris posee una dimensión geográfica pero también moral. Que continúe extendiéndose como un manto depende de las eminencias grises que casualmente siempre están presentes cuando la opacidad se regula.
En definitiva, la exposición Manolo Laguillo 1986 – 2023 nos presenta la vida como un fino entramado de luz y sombras. Sus fotografías son instrumentos de exploración más que piezas de prueba, mapas en formación y no opiniones sabias. Constituyen dispositivos que crecen a partir de lo que no conocen, abordados siempre desde el presente. El tono resultante de restar y sumar luces y sombras en nuestra existencia depende, pues, de los grises con que queramos adjetivar nuestra vida.