Elvira Amor. Untitled. 2020. Acrílico sobre lienzo. 160 x 230 cm
Información
S/T: Álvarez-Laviada, Amor, Barkate, Uriel
Inauguración el 6 de febrero
Hundimos los dedos en el suelo para mantenernos en pie, y, poco a poco, los huecos bajo nuestras uñas se rellenan de gránulos de arena y pequeñas hierbas. Notamos que comienzan a laminarse. Hace mucho tiempo que no nos vemos, demasiado. Nuestras rodillas golpean el suelo mientras caminamos ladera arriba. Agarramos una roca de forma roma para no caer, y nuestros dedos se rasguñan. Nos dice que no caminemos más y que esperemos. Esperamos, y los pies no se sostienen, así que enterramos parte del talón de las zapatillas en la arena para mantener el equilibrio y no caer rodando. Escuchamos un grito: “¡Está aquí!”. Estaba tapada por las zarzas. Nos aproximamos a la entrada de la mina y encendemos la luz del móvil para comprobar su profundidad. La antigua mina de wolframio quedó desmantelada a principios del siglo pasado, cuando la extracción del material dejó de ser productiva por la inaccesibilidad del lugar. Este metal tan deseado, que en su origen etimológico significa “de poco valor”, se ha utilizado mucho en la producción de filamentos de bombillas y resistencias eléctricas desde la segunda mitad del siglo XX. En las paredes de la mina brota una fina capa de agua que las cubre a modo de cortina. El suelo está encharcado. Seguimos por una de las galerías. Justo donde termina la excavación, hay un altar que se ha ido construyendo con el paso de los años a través de las ofrendas de los visitantes. Iluminamos los objetos y aparece un belén, varios dibujos, un recipiente que contiene más objetos, figuritas de personajes Disney, un trozo de piel pirograbado y varios textos plastificados. Uno de ellos es una lista de nombres que recuerda que estuvieron allí en algún momento. La mina se ha transformado en un lugar que casi nadie conoce, donde se producen encuentros y se desean cosas. Esta excavación, hoy convertida en santuario, hizo que nos encontrásemos allí y volviésemos a confiar en la posibilidad de que no pase tanto tiempo hasta que nos volvamos a ver.
El lugar donde se han encontrado por primera vez las obras de Irma Álvarez-Laviada, Elvira Amor, Nadia Barkate y Belén Uriel es este. La exposición S/T: Álvarez-Laviada, Amor, Barkate, Uriel pone en diálogo sus trabajos, conecta sus múltiples características propias y se fabrica de la misma manera que el altar de la mina. Con este, se inician una serie de encuentros en los que, englobados por el nombre S/T, como un volumen de muestras, la Galería MPA mostrará el trabajo de diferentes artistas priorizando sus individualidades frente a la idea de exposición colectiva.
La mina está habitada por los seres de las obras de Nadia Barkate que aparecen tras recitar uno de los poemas del altar. Su trabajo comprende el dibujo de manera expandida, aunando lenguajes gráficos y escultóricos, así como fotogramas que provienen de su imaginario personal. Se trata de una cosmogonía propia que, a su vez, nos remite a imágenes que nos son familiares, desde la cabeza de Medusa de la mitología griega (o la Nure Onna de la japonesa), torsos desmembrados que nos recuerdan a esculturas como el Gaddi Torso de la Galería Uffizi, hasta esculturas en las que se intuye la técnica de paños mojados, como la Atenea Pathenos de Fidias. La manera en la que ocupa el espacio pictórico tiene mucho de escritura, de narrar historias de la cotidianeidad desde su propia iconografía. Las escenas que construyen el display de dibujos pertenecen a una temporalidad extraña, hacen que resulten al tiempo familiares y ajenas. Y es que su gestualidad tiende a las formas descriptivas propias de la ilustración, que huyen de la síntesis y propician la aparición de nuevas ficciones. El trabajo de Barkate nos devuelve una y otra vez a un dibujo en el que el trazo es un error controlado que se hace parte del proceso de creación.
La primera vez que vimos el trabajo de Belén Uriel en directo fue en la exposición Bonança del Centro de Arte 2 de Mayo de Móstoles (Madrid), si bien es cierto que seguíamos su obra desde hace tiempo. Acompañaba a la exposición un texto de la comisaria, Tania Pardo, en el que citaba la conferencia Semiótica del objeto de Roland Barthes (1964). En él, Barthes afirma: “La paradoja que quisiera señalar es que estos objetos que tienen siempre, en principio, una función, una utilidad, un uso, creemos vivirlos como instrumentos puros, cuando en realidad suponen otras cosas, son también otras cosas […] hay un sentido que desborda el uso del objeto”. Tanto en Bonança como en esta ocasión, las obras de Uriel se apropian del objeto cotidiano y lo transforman, generando un juego de signos en el que el espectador participa activamente, y a través del cual la artista pone en cuestión algunos valores de nuestra cultura material. Las esculturas que se exponen están conformadas principalmente por vidrio y metal, muestran la forma de una tapa de contenedor de basura que puede sugerir una cabeza humana, o una flor; la forma de una percha como idea del torso; una botella de agua colgando de un brazo de aluminio; el apoyabrazos de un asiento; objetos específicos que se adaptan principalmente a la idea del cuerpo humano y cuya fisonomía ha sido bastante alterada, pero que todavía permiten adivinar la forma, aunque en el proceso abandonen su uso original para dar lugar a otras imágenes.
Esa predisposición a abandonar el uso original de un objeto o material también lo encontramos en Irma Álvarez- Laviada, en series como S.T (lo necesario y lo posible). En ella, la artista trabaja con espuma aglomerada, un material cuyo uso más común es el de aislante acústico y térmico, así como el de protector de objetos artísticos. También encontramos esta característica en otras obras, como S.T. (Algo que ver, algo que esconder), en las que emplea como material principal cartón milimetrado de color. Álvarez-Laviada invierte de esta manera la jerarquía de los materiales abocados a la invisibilidad, que pasan a un primer plano en sus obras. Es una cuestión muy presente a lo largo de toda su trayectoria, también la idea de vacío (en palabras de la artista, “aquello que no está presente, pero no por eso deja de ser visible”) y los procesos que atraviesan los objetos artísticos en el estudio. Se trata del vacío como oportunidad para construir, para dialogar con el espacio, esto es, el proceso, como una suerte de encuentros entre materiales que interactúan entre sí en el estudio. Al igual que el altar de la mina de wolframio, aquí encontramos una arqueología contemporánea que refleja el entorno de trabajo de la artista.
A dos metros del estudio de Álvarez-Laviada, encontramos el de Elvira Amor, cuya obra pictórica nos transporta a la más pura abstracción: forma y color, formas inacabadas que continúan fuera de los límites del lienzo hasta ser casi objeto, colores genuinos, personales y muy meditados. Se trata de un dibujo con una gran carga gestual, muy próxima a la expresión corporal, que busca generar a través de la forma un léxico y una sintaxis propia de los elementos que componen la obra. Las formas curvas e imperfectas de su pintura chocan con las líneas rectas del lienzo, que parecen no poder contener ese universo creado por la artista. Y se expanden, dejando a la imaginación del espectador la continuidad del mismo, pinceladas que se sienten y dejan entrever el recorrido realizado como parte del proceso. No esconde nada, pese a las superficies lisas y trabajadas que encontramos en su obra. Amor trabaja una tridimensionalidad en sus pinturas que también encontramos en sus esculturas, extensiones de su obra pictórica que construye a base de planos de color y que generan formas geométricas a través de líneas rectas y curvas, jugando siempre con el punto de vista desde el que se observa.
Sabemos que el sol comienza a caer. Miramos por última vez cada uno de los pequeños exvotos del altar y caminamos hacia el exterior mientras tropezamos varias veces en los charcos. La luz exterior empieza a aparecer en un pequeño punto blanco. Salimos a la superficie y, poco a poco, recuperamos la vista. Mientras trazamos la ruta de vuelta a casa, no podemos parar de pensar en lo que hemos visto, en las sensaciones vividas dentro de la cueva. El altar de la mina, al igual que esta exposición, es un dispositivo con una temporalidad propia, su aspecto material varía gradualmente según los elementos que la compongan, una coincidencia, cuerpos que se reconocen entre sí, pero que, a la vez, son desconocidos. Y es que, a pesar de construir una arquitectura precisa, permite la identificación de cada uno de los deseos que encontramos en ella, como el deseo de que, quizás esta vez, volvamos a vernos pronto.
Texto escrito por Paula Noya de Blas y Ester Almeda
Enero 2021